Sobre mis pasos
Sobre mis pasos
« Mi negritud no es una atalaya, ni una catedral;
se zambulle en la carne roja de la tierra,
se zambulle en la carne ardiente del cielo…»
Frantz Fanon, Peau noire masques blancs.
Roberto Diago Durruthy (La Habana, 1971) no es solo una figura sobresaliente del arte cubano. Es también uno de los artistas negro-americanos más influyente de hoy en día. Desde hace ya más de dos décadas, este hacedor de excepcional elegancia concibe las nuevas imágenes de la identidad negra cubana. Digno heredero de Wifredo Lam, Roberto Diago Querol (su abuelo) o Manuel Mendive – grandes maestros cubanos que alcanzaron la fama por haber sabido explorar el folklore y las religiones afro-cubanas – Roberto Diago propone, sin embargo, algo completamente distinto. Este artista pertenece a una generación comprometida férreamente con la negritud y el antirracismo y se niega a obliterar estas cuestiones detrás de la aclamación angélica y añeja de la riqueza cultural del sincretismo caribeño. Su obra se alimenta más bien de la experiencia concreta de las mujeres y los hombres afro-descendientes de la isla: la memoria de la esclavitud, la discriminación racial y los estereotipos que padecen, la pobreza extrema de muchos de ellos, sus chozas y sus trabajos, sus sueños y sus dichas.
El rostro, la herida y la cicatriz son signos omnipresentes en la obra de Diago. Símbolos de la identidad, del desarraigo y del sufrimiento, éstos llevan también consigo la promesa de una regeneración y Diago los declina bajo todo tipo de formas, ya sean textuales, figurativas o concretas. Su obra es también polimórfica por la infinita variedad de materiales que la componen. Y es que cada pieza de Diago es un prodigio de montaje en el que los elementos se responden unos a otros para confundirse con los trazos de la figuración. Existen pocos artistas con un apego tan grande a la heterogeneidad y un talento tan certero por la armonía.
Graduado de la prestigiosa Academia San Alejandro en 1990, Roberto Diago vive el principio de su carrera de artista inmerso en un contexto económico y cultural complejo marcado por el inicio del Período Especial, la redefinición del régimen socialista, las emigraciones masivas y la apertura de Cuba al turismo de masas. Entre los debates suscitados en el transcurso de esa década, Diago se muestra particularmente sensible a la nueva forma de considerar la cuestión racial. Se trata entonces, entre otras cosas, de denunciar la permanencia de estereotipos racistas sobre los Negros que siguen produciendo efectos discriminantes en su día a día. Roberto Diago se convierte en uno de los adalides de la renovación de la temática negra en la pintura cubana y participa en 1997 en la destacada exposición colectiva Queloides. Sus obras, habitadas por siluetas y rostros negros estilizados, son atravesadas también por textos cortos e impactantes, tan irónicos como indignados, y que se inspiran del mismo modo en las punchlines de las bandas de hip hop cubano que denuncian la persistencia del mito del Negro delincuente, que en los grafitis de índole política o humorística garabateados en los muros de La Habana.
Los años 1990 son también decisivos en la obra de Diago porque las escaseces de útiles de arte le obligan a recurrir a materiales de recuperación. Haciendo de la necesidad virtud, inclinándose hacia el Arte Povera por necesidad más que por voluntad estética, aprende a crear combinando los sacos de yute, la madera de palés, las planchas desencorvadas de los bidones, las chapas metálicas y los plásticos… Diago entenderá rápidamente la fuerza y el significado profundo que en Cuba adquieren los materiales que él utiliza.
Hasta el punto de que en ciertas composiciones se concentra únicamente en la tarea de sacar a relucir todos los recursos plásticos y simbólicos que contiene la materia sin recurrir a la figuración. Compone soportes a partir de trozos de tela que superpone y engancha. La red de rectángulos de tela dispuestos como células se convierte entonces en una metáfora de los tejidos epidérmicos. Combina la tela blanca con tela de yute que obtiene a partir de sacos de café y de azúcar – las dos materias primas de la era esclavista de Cuba – y a través de estas composiciones oximorónicas, mezcla de refinado y vulgar, de rugoso y liso, de marrón y plateado, obtiene cuadros formados, como su país, por todos los matices de blanco y negro. Otras composiciones monocromas negras o blancas se parecen a close ups sobre pieles humanas. Aquí es donde reaparecen en su obra los queloides, esas cicatrices abultadas que durante mucho tiempo se consideraron como lo propio de las pieles negras. El queloide se convierte para Diago en un símbolo de la identidad negra, entendida como herida y cicatrización expansiva, creadora. En esas obras, entretejidas por entero, llenas de roturas y remiendos, la herida es transfigurada en harapos desgarrados y la cicatriz en trenzas y nudos de cintas de algodón. Diago trabaja también con los materiales de las calles de La Habana. Recupera madera de palés y planchas de metal oxidado, como las que utilizan los más humildes para construir sus chozas, y las inserta en obras polícromas y monumentales. A los excluidos, los muros de las barriadas también se les meten debajo de la piel, añadiendo a la discriminación racial que padecen, una discriminación geográfica y social.
Poco a poco, durante los años 2000, las frases lapidarias de los inicios desaparecen. Diago se vuelve menos irónico y más profundo. Le da más importancia a los trazos, a los colores, a las figuras. Refina sus composiciones para que cada uno de sus elementos vibre con toda su fuerza. Junto a los rostros, aparecen elementos centrales del medio ambiente cubano. El mar, reserva de recursos naturales, frontera natural de la isla, morada de esa divinidad de origen yorubá venerada en la santería cubana que es Yemayá, vía privilegiada de comunicación asociada inevitablemente al recuerdo de la deportación de los esclavos y de su desarraigo. La tierra roja y fértil de Cuba, fuente de riqueza y de desdichas, responsable en última instancia de que se trajeran a los esclavos a la isla, y sin embargo sitio donde descansan los ancestros y al que todos los cubanos, ya sean Negros, Blancos o Mulatos, se sienten irresistiblemente ligados. El cielo azul y claro del Caribe, o su signo gráfico “El cielo” que domina muchas de sus composiciones como una promesa de vida mejor. Y entre el mar, la tierra y el cielo, una escalera erguida simplemente que pone en contacto estos tres elementos en la inmanencia alegre de la rayuela.
Roberto Diago inventa su propia gramática que no duda en conjugar con los géneros clásicos de la pintura. La naturaleza muerta deviene, en su obra, la imagen de un jarrón con flores que se repite, sometido, como un standard de jazz, a infinitas variaciones. El motivo evoca las ofrendas florales para los orichas de la Santería o las ngangas que los practicantes de otra religión afro-cubana, el Palo Monte, confeccionan para contener la energía de sus dioses. Poco a poco, el jarro se convierte en un caldero – tal vez uno de esos que se utilizaban en los ingenios azucareros para purificar el guarapo – a partir del cual emanan flores con tallos rectos y pétalos redondeados cual puntas de pinceles; como si de la esclavitud brotara la posibilidad de talentos futuros.
El retrato en la obra de Diago es la evocación de un rostro identificable únicamente por sus contornos. Ningún trazo distintivo permite reconocer al héroe de las obras de Diago. En ellas, la identidad del personaje se desvanece, recordando tal vez la “deculturación” y la deshumanización que padecieron los africanos cuando fueron integrados al sistema de la plantación. Además, los personajes de Diago casi nunca tienen boca, por lo que sus composiciones parecen sumidas en ese silencio doloroso que le es propio a los vencidos; y es que los subalternos no pueden hablar. Diago imposibilita del mismo modo esas sonrisas blancas que el imaginario colonial había asociado con la inocencia y el candor de esos a los que trataba como a niños con cuerpos de adulto. En otras composiciones, la cabeza aparece cortada en dos, hendida por una herida de tejido deshilachado, o por una trenza que repara dicha herida en un repertorio infinito de identidades quebradas, de identidades recompuestas y de identidades múltiples.
Roberto Diago domina mejor que nunca la potencia expresiva de su lenguaje, como lo demuestran las composiciones que presenta aquí: obras refinadas, equilibradas, densas, tanto más ligeras de apariencia cuanto que están cargadas de significaciones. Sobre mis pasos es una invitación para que le sigamos por ese camino que él abre a través de la historia de sus ancestros y el presente de sus hermanos, determinado como lo está en tomar la palabra en nombre de todos aquellos que ya no podrán hacerlo. Su mensaje adquiere, sin embargo, una tonalidad universal porque partiendo de la identidad negra americana, acaba tocando temas que nos conciernen a todos hoy en día.
Roberto Diago Durruthy (La Habana, 1971) no es solo una figura sobresaliente del arte cubano. Es también uno de los artistas negro-americano más influyente de hoy en día. Desde hace ya más de dos décadas, este artista de excepcional elegancia concibe las nuevas imágenes de la identidad negra cubana. Digno heredero de Wifredo Lam, Roberto Diago Querol (su abuelo) o Manuel Mendive – grandes maestros cubanos que alcanzaron la fama por haber sabido explorar el folklore y las religiones afro-cubanas – Roberto Diago propone, sin embargo, algo completamente distinto. Este artista pertenece a una generación comprometida férreamente con la negritud y el antirracismo y se niega a obliterar estas cuestiones detrás de la aclamación angélica y añeja de la riqueza cultural del sincretismo caribeño. Su obra se alimenta más bien de la experiencia concreta de las mujeres y los hombres afro-descendientes de la isla: la memoria de la esclavitud, la discriminación racial y los estereotipos que padecen, la pobreza extrema de muchos de ellos, sus chozas y sus trabajos, sus sueños y sus dichas.
El rostro, la herida y la cicatriz son signos omnipresentes en la obra de Diago. Símbolos de la identidad, del desarraigo y del sufrimiento, éstos llevan también consigo la promesa de una regeneración y Diago los declina bajo todo tipo de formas, ya sean textuales, figurativas o concretas. Su obra es también polimórfica por la infinita variedad de materiales que la componen. Y es que cada pieza de Diago es un prodigio de montaje en el que los elementos se responden unos a otros para confundirse con los trazos de la figuración. Existen pocos artistas con un apego tan grande a la heterogeneidad y un talento tan certero por la armonía.
Roberto Diago domina mejor que nunca la potencia expresiva de su lenguaje, como lo demuestran las composiciones que presenta aquí: obras refinadas, equilibradas, densas, tanto más ligeras de apariencia cuanto que están cargadas de significaciones. Sobre mis pasos es una invitación para que le sigamos por ese camino que él abre a través de la historia de sus ancestros y el presente de sus hermanos, determinado como lo está en tomar la palabra en nombre de todos aquellos que ya no podrán hacerlo. Su mensaje adquiere, sin embargo, una tonalidad universal porque partiendo de la identidad negra americana, acaba tocando temas que nos conciernen a todos hoy en día.