Roberto Diago

Roberto Diago

Israel Castellanos León

El pasado 5 de diciembre, la programación del 35to. Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano anunció la proyección de Diago: A Maroon Artist en una sala oscura de La Habana. La sinopsis del audiovisual de 27 minutos, realizado por Juanamaría Cordones-Cook, presentó a Juan Roberto Diago (La Habana, 1971) como «un artista multimedial que ha comprendido las posibilidades creativas del reciclaje y el bricolaje, y crea sus imágenes yuxtaponiendo grafitis con intenciones contestatarias en lo racial».

El propio día, unos lienzos crudos; NOTA CON EL TÍTULO DE LA EXPO unas maderas prietas, con texturas también incorporadas; y unas planchas metálicas con salteados vislumbres de color, se congregaron en el Centro Lam para concertar una exposición de aquel artista no registrada en el programa oficial del evento cinematográfico. En la postal de la muestra, la curadora Marilyn Sampera apuntó: «Desde una perspectiva mucho más próxima a la abstracción, Diago prescinde en estos trabajos del elemento textual, figurativo y anecdótico».

Sin acuerdo previo se mostraron dos Diago(s), dos realidades supuestamente enfrentadas, tributarias del montaje paralelo desarrollado por David Griffith para el séptimo arte. Sin embargo, la propuesta audiovisual devenía en una suerte de flash back. Una mirada retrospectiva, documental, a un hacedor más identificado entonces con la estética de lo contextual y la interacción con el público.

Tácitamente implicaba al Diago que, entre otras acciones, había procurado que el hábitat precario y marginal representado por maquetas de tugurios invadiera los accesos inmediatos a las salas expositivas del Lam, con su modus operandi del llega-y-pon. Al Diago que, durante la inauguración de esa muestra (Aquí lo que no hay es que morirse, 2003), hizo repartir tamales calientes en carretillas originalmente destinadas al traslado de materiales constructivos.

Un decenio después y en el mismo lugar, Diago se mostró más intimista, introspectivo, volcado hacia los espacios interiores pintados de negro, muy a tono con el título de la muestra: El poder de tu alma. Sin traicionar la orientación de su poética –comprometida con los procesos etnoculturales afrocubanos, la perspectiva antropológica y socioartística–, él se propuso discursar desde las potencialidades comunicativas del material empleado, ese que no encuentra en las tiendas de arte. Lo recicló nuevamente, pero no tanto como significante de arte povera y pobreza económica; ni solamente como solución pragmática a carencias tecnológicas tercermundistas.

Esta vez, en sus obras pudo percibirse un regodeo estético, un efecto retiniano que embonaba con la sutileza conceptual. Gestor de talleres de creación plástica para niños, Diago bien pudo asumir la moraleja de aquella canción infantil de la trovadora cubana Teresita Fernández: «A las cosas que son feas, ponles un poco de amor/ y verás que la tristeza va cambiando de color».

Quien vio los fragmentos de lienzo blanquecino sobre tela de igual color, pudo evocar el suprematismo pictórico de Malevich. Quien vio los ensambles de madera, pudo recordar el brutalismo arquitectónico o el minimalismo escultórico. Quien vio las superficies metálicas soldadas y con restos de color, pudo pensar en la abstracción plástica.

Todo ello, y más, puso a contribución la propuesta de Diago: búsqueda suprematista de la sensibilidad, exposición brutalista de los componentes, volúmenes minimalistas estructurados con formas geométricas básicas y materiales primarios, pensamiento abstracto para componer y sintetizar ideas. Como en un ajiaco, las referencias histórico-artísticas se mezclaron entre sí y con las alusiones (singulares o gregarias) a una cultura trasplantada que halló en el sincretismo un expediente para la supervivencia.

Diago puso de relieve la construcción de sus obras de grandes dimensiones, supeditadas a la idea del continuum. Armó cada una por segmentos (textiles, metálicos o de madera), aludiendo no tanto al mosaico citatorio que Julia Kristeva prescribió para la obra posmoderna sino a la fragmentación y recomposición del discurso étnico-religioso de raíz africana, manipulado por el sujeto artístico.

Con la eventual apoyatura de algún título de obra o una cita de autor, los materiales escogidos por Diago devinieron en portadores de cargas simbólicas. El metal, como atributo de Ogún, el orisha guerrero de la Santería. Las rebabas de soldaduras y los trenzados textiles, reminiscencias de los queloides rituales en la cultura africana y huellas de cicatrices en la piel negra. Lo blanquecino, como evocación de Obatalá, deidad afrocubana dueña de las cabezas, la sabiduría y la paz.

El espectador pudo obviar esas connotaciones y apreciar solamente variantes compositivas de apariencia abstracta y geométrica, texturas y relieves distribuidos sin horror vacui en una exposición donde el artista quiso potenciar su formación como escultor. Me confesó tal intención después de comentarle que su búsqueda de la pureza, la introspección, y su discurso sobre el negro a partir de los materiales, me recordaba cierta escultura que Teodoro Ramos Blanco talló en 1934 y Diago conocía bien: una cabeza con rasgos negroides y ojos cerrados, esculpida en mármol blanco y nombrada (sintomáticamente) Vida interior.