El poder de tu alma
El poder de tu alma
Bifurcar los senderos y tratar de encontrar otros caminos no es lo habitual en cualquier artista que haya sentido el éxtasis provocado por la fama y el reconocimiento. Sin embargo, la muestra que acaba de concluir de Roberto Diago en el Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam niega cualquier análisis preestablecido. El resultado de esta propuesta es el índice de la madurez de un creador que no ha tratado de detener sus niveles de exploración. Su motivación no es teleológica porque para él las convicciones no ocurren como un hecho per se. Ellas mutan entre sí, se reacomodan y abren otras interrogantes.
La muestra de Roberto Diago no pretendió convertirse en tránsito museográfico encolado por las temáticas que estimulan su investigación. Lo primero que uno siente cuando deambula por las salas es que la gran obra la constituye el espacio. Es el lugar quien marca el sentido de lo que se nos presenta. Las piezas no se sitúan, se focalizan. Las partes no quedan como sumatorias de objetos porque vivenciamos el todo. El Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam tampoco es un cubo blanco neutro. En cada uno de sus rincones pesa una historia que viene del siglo XVIII. Por otra parte, el artista supo aprovechar la coyuntura de poder trabajar sobre los muros negros que resultaron del proyecto exhibido con anterioridad.
Cuando Diago decide asumir la complejidad del espacio, lo hace desde una energía que nace de su interior. Lo que busca no es imponerse a partir del volumen o la construcción de las obras. Prefiere actuar desde su singularidad, único modo de sensibilizarlo. Es una puesta en escena que se abre como un inmenso environment. Este artista nos da la posibilidad de convertir el barroco en minimal. Acude a una convergencia de estilos y recursos que no pueden entenderse con los patrones convencionales de la historiografía del arte. Roberto Diago viene de una tradición de gran simbolismo: el antecedente puede estar en su abuelo o en Wifredo Lam. Cuba no heredó ismos. La Isla desarrolló otras concepciones carentes de definiciones, donde puede estar la idea de Lezama en uno de sus ensayos sobre Arístides Fernández cuando decía: «Aquí lo cubano es una manera de envolver lo externo». Nuestras trazas siempre llegaron de lo que supieron aportar los contextos y lo que venía de procesos de interconexión cultural.
En estas piezas de Diago el discurso manifiesto ha dado paso al discurso latente: el negro, la racialidad, los fenómenos etnográficos, siguen siendo observados con la intención de liberarse del sesgo esencialista. El artista no ve a África como algo distante porque este continente está en él, a través de la diáspora y el mestizaje que generó una geopolítica tan diversa. Por eso prefiere acercarse a esta serie, obviando lo anecdótico, la familiaridad de las narraciones y tratando de encontrar la depuración de sus referentes y una autonomía que lleva implícita toda la fuerza que emana de los materiales. La estructuración de sus piezas se revela como juegos semánticos. Encuentra la misma suerte que provocan las palabras. Compone desde la historia propia de los materiales que va descubriendo. Es como hacer evidente una realidad que solo a nosotros nos pertenece. Se refugia al igual que Kasimir Malevich en el abandono de las consideraciones prácticas y de la mirada objetiva.
Sentir la mística de estas obras es entender las propias encrucijadas que te plantea el lenguaje. El problema está en las elecciones que haces para apropiarte de él, al subvertir todas sus posibles significaciones. Algo que no ha ido en detrimento de la tendencia social de la obra de Diago. En esta llamada postautonomía del arte es imposible desconectarse de los conflictos humanos. Cuando Richard Serra veía aquellas moles de acero que se movían para la construcción de los barcos en los astilleros de San Francisco, le cautivaba la alusión al sentido de lo que nos puede evocar el peso. Es el peso de la vida, de la memoria, de la existencia.
Una obra como Desde mi Silencio apunta al hierro como referencia a los metales. Diago transita por las mismas evocaciones del artista estadounidense aunque no produzca instalaciones abstractas y ondulantes que sobrepasan nuestra escala. Roberto Diago recoge los restos metálicos de esa visualidad que convive a diario con nosotros y que es parte de la sobrevivencia del cubano actual. Aquí expolia la contradicción que cuestionaron Naum Gabo y Antoine Pevsner, asociada a la correlación entre la masa y el volumen de la obra de arte. Este creador formaliza lo que nos pertenece. Esos materiales no son un simple reciclaje, más bien se acercan a un interés por congelar el sentido de la provisionalidad.
Las chapas que usa no responden a un impulso esteticista del reciclaje. Respetan el color original de cuando fueron halladas, al borrar las distancias del mundo interior y el exterior. La vieja polémica entre la abstracción y la figuración cede ante una consideración totalmente abierta. Quizá estos posicionamientos nos acompañen desde la propia genealogía de los cultos africanos en los barracones de esclavos en la época de la colonización española. Las deidades del panteón yoruba no podían ser reflejadas con su iconografía propia. Desde mi silencio puede tener esa lógica ancestral. En el subterfugio de los metales se solapa un Oggún diseminado. El material se vuelve corpóreo, toma carne y vida, los puntos de soldaduras son las heridas de lo que, como nación, hemos querido ser y todavía no alcanzamos.
La creación es un gesto de respeto y de silencio. Diago no necesita el tatuaje de la escritura, todo está sugerido. Es imposible pensar en Cuba desde un purismo compositivo. En la dinámica suprematista se creía en el mundo como secuencias interminables de acciones de carácter teatral. La máxima era eliminar estas referencias para dejar la emoción incólume. Diago no intenta afiliarse a un enfoque didáctico a partir de documentar historias. Elige esas prótesis que se conforman al margen de los testimonios.
Desde mi silencio instaura un diálogo orgánico con El Rostro de la Verdad. El emplazamiento de esta última pieza se aparta de la holgura en la disposición de la mayoría de las obras. Decide cubrir las paredes y crea un ángulo de 90 grados en una de las salas de mayor tamaño. El diseño del ritmo es continuo y se destaca el orden a partir de la acumulación y la serialidad en la que el abigarramiento fluye ante la libertad de la expresión del material. El pigmento de la madera también fue respetado. Ellas mismas pueden funcionar como un inmenso collages desde el modelado matérico que le atribuía Antoni Tapies a cada uno de sus cuadros.
A Roberto Diago le gusta organizar y estructurar el caos. Sabe aprovechar muy bien su extracción callejera y popular para hablar de aquellos asuntos que revelan dificultad en su entendimiento. Esta instalación sugiere uno de los aforismos más connotados de Constantin Brancusi escrito en el año 1957: «Hay imbéciles que califican mi obra de abstracta, lo que ellos llaman abstracto es lo más realista, pues lo que es real no es forma exterior, sino idea, la esencia de las cosas».
La actualidad de esta frase de Brancusi nos confirma que en El Rostro de la Verdad el tema no es el artista. El registro sensorial desborda sus límites en una obra que pasa ante todo por la manera en que establecemos nuestro compromiso con los afectos. De nuevo no dejamos de reparar en el origen de esas tablas y en esa necesidad de conservar en el tiempo los que es frágil y perecedero. La obra se convirtió en una constelación de olores como resultado de las fumigaciones para detener las plagas. La abstracción es ilusoria y contextual. La universalidad de los códigos que tenemos incorporados se desvanece cuando respiramos y vivimos un paisaje que deviene imaginario de un territorio. La visualidad también se genera por contrastes, en el enfrentamiento de todas las capas de lecturas que aporta la obra.
La historia de la arquitectura es una señal de cómo se inscriben los tejidos de un país. Hemos pasado por muchas etapas donde se han sucedido estilos y tendencias. Al final convivimos entre el hiato de una herencia clásica que coexiste con lo efímero, visto como aquello que queda al margen de cualquier motivación que favorezca la pose ilustrada y trascendentalista. A Diago no le interesa seguir la ruta de Piet Mondrian para influir lo que se produjo a nivel de conceptos después. Este artista parte de las barriadas marginales para luego llegar a esos cúmulos de prefabricados performáticos que se comportan como lo que son: la vida real de mucha gente que subsiste.
Dentro de esta obsesión por tantear las posibilidades de la materia y el material, Diago regresa a la tela y empata un lienzo con otro en una serie donde la manera de hacer depende más de una formación de fragmentos que de una forma por sí misma. La proyección se torna más intimista e introspectiva. Hay una situación inquietante dada en la imposibilidad de descifrar. La sensación de que más allá del blanco sobre blanco está pasando algo. Las costuras de la tela dibujan tras de sí la piel del dolor. La identidad no recobrada en unos contrastes que generan ansiedad y una suerte de angustia. Diago no hace una declaración directa de ningún prejuicio y escurre cualquier literalidad que diagnostique su postura ante los guetos.
En las entrañas de estas indagaciones está también El poder de tu Alma. El queloide corta la tela para confrontar con el espectador en una diatriba donde el blanco queda al interior de la obra y el negro aparece como claro oscuro. Todo el drama descansa en la posición de las luces de la sala. Un trazo, un corte espacial hacen que recibamos de golpe todo lo que vemos y aceptamos acríticamente. El artista desplaza su estrategia de cuestionamiento al lugar que ocupa el espectador, alterando los patrones de color que sustentan nuestra idea prefijada de la belleza. Si Teodoro Ramos construyó la imagen de una persona con facciones de la tez negra sobre mármol blanco, Diago deja el color de preparación de la tela, pero en el contraste que se establece entre la figura y el fondo. El sabe que lo más importante no es reproducir escenarios sino suspender nuestras percepciones de una crítica que prefiere dejar pasar el curso inesperado de las metáforas.
Las tensiones que provoca el recorrido por esta exposición nos conduce a una de las salas donde el espacio se transformó en escultura. Toda la trama queda negra como el color de sus muros, y al final el queloide limpio sobre la pared, enfatizado por la simetría de su estructura y por una ubicación que acentúa las manifestaciones de la tragedia. Una pieza como esta me hace recordar la famosa recomendación del maestro Pacheco a Velázquez: «La imagen tiene que salir del cuadro». Roberto Diago, como los artistas de la relación arte-luz, conoce el misterio de las catedrales históricas y sabe cómo inducir las emociones terrenales para incorporar las espirituales.