El poder de tu alma

El poder de tu alma

Jorge Fernández Torres / Maribel Acosta Damas

Bifurcar  los senderos y tratar de encontrar otros caminos no  es lo habitual en cualquier artista que haya sentido el  éxtasis provocado por la fama y el reconocimiento. Sin embargo, la muestra que acaba de concluir de Roberto Diago en el Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam  niega cualquier análisis preestablecido. El resultado de esta propuesta es el índice de la madurez de un creador  que no ha tratado de  detener sus niveles de exploración. Su motivación no es teleológica porque para él las convicciones no ocurren como un hecho per se. Ellas mutan entre sí, se reacomodan y abren  otras interrogantes.

La muestra de Roberto Diago no pretendió  convertirse en tránsito museográfico encolado por las temáticas que estimulan su investigación. Lo primero que uno siente cuando deambula  por las  salas  es  que la gran obra  la constituye  el espacio. Es el lugar quien marca el sentido de lo que se nos presenta. Las piezas no se sitúan, se focalizan. Las partes no quedan como  sumatorias de objetos porque vivenciamos el todo. El Centro de Arte Contemporáneo  Wifredo Lam tampoco es un cubo blanco neutro. En cada uno de sus rincones  pesa una  historia que viene del siglo XVIII. Por otra parte, el artista supo aprovechar la coyuntura de poder trabajar sobre los muros negros  que resultaron del proyecto exhibido con anterioridad.

Cuando Diago decide  asumir la  complejidad  del espacio, lo hace desde una energía  que nace de  su  interior. Lo que busca no es imponerse  a partir  del volumen o   la  construcción de las obras. Prefiere actuar desde su  singularidad,  único modo  de sensibilizarlo. Es una puesta en escena que se abre como un inmenso environment. Este artista nos da la posibilidad de convertir el barroco en minimal. Acude a una convergencia de  estilos y recursos  que no  pueden entenderse   con  los patrones  convencionales  de la historiografía del arte. Roberto Diago  viene de una tradición  de gran simbolismo: el antecedente  puede estar en su abuelo o en Wifredo Lam. Cuba no heredó ismos. La Isla  desarrolló  otras concepciones   carentes de definiciones,  donde  puede estar la idea de Lezama en uno de sus  ensayos sobre  Arístides Fernández cuando decía: «Aquí lo cubano es una manera de envolver lo externo». Nuestras trazas siempre llegaron de lo que supieron  aportar los contextos y lo que venía de procesos de interconexión cultural.

En estas piezas de Diago el discurso manifiesto ha dado paso al discurso latente: el negro, la racialidad, los fenómenos etnográficos, siguen siendo observados  con la intención de liberarse del sesgo esencialista. El artista no  ve a África como algo distante  porque este continente está  en él, a través de la diáspora y el mestizaje que generó una geopolítica tan  diversa. Por eso prefiere acercarse a esta  serie, obviando lo anecdótico, la familiaridad de las narraciones  y tratando de encontrar la depuración de sus  referentes  y una autonomía que lleva implícita toda la fuerza  que emana de los materiales. La estructuración de sus piezas se revela como  juegos semánticos. Encuentra la misma suerte que provocan  las palabras. Compone desde la historia propia de los materiales que va descubriendo. Es como hacer evidente  una realidad que solo a nosotros nos pertenece. Se refugia al igual que Kasimir  Malevich en el abandono de las consideraciones prácticas y de la mirada objetiva.

Sentir la mística de estas obras es entender las propias encrucijadas que te plantea el lenguaje. El problema está en las elecciones que haces para  apropiarte de él,  al  subvertir todas sus posibles  significaciones. Algo que no ha ido en detrimento  de la  tendencia social de la obra de Diago. En esta llamada postautonomía del arte es imposible desconectarse de los conflictos humanos. Cuando Richard Serra veía aquellas moles de acero que se movían para la  construcción de los barcos en los astilleros de San Francisco, le cautivaba la  alusión  al sentido de lo que  nos puede evocar el peso. Es el peso de la vida, de la memoria, de la existencia.

Una obra  como Desde mi Silencio  apunta  al hierro como referencia  a los metales. Diago transita por las mismas evocaciones del artista estadounidense aunque no produzca    instalaciones abstractas y ondulantes que sobrepasan nuestra  escala. Roberto Diago recoge  los restos metálicos de  esa visualidad que convive a diario con nosotros y que es parte de la sobrevivencia del cubano actual.  Aquí expolia la contradicción que cuestionaron  Naum Gabo y Antoine  Pevsner,  asociada a la correlación entre la masa y el volumen de la obra de arte. Este creador formaliza lo que nos pertenece. Esos materiales no son un simple reciclaje, más bien se acercan  a  un interés  por  congelar el sentido de la provisionalidad.

Las  chapas que usa  no responden a un impulso esteticista  del reciclaje. Respetan el color original de cuando fueron halladas,  al borrar  las distancias  del mundo interior y el exterior. La vieja polémica  entre la abstracción y la figuración cede ante  una consideración totalmente abierta. Quizá estos posicionamientos nos acompañen desde la propia genealogía de los cultos africanos  en los barracones de esclavos en la época de la colonización española. Las deidades del panteón yoruba  no podían ser reflejadas  con su iconografía propia. Desde mi silencio puede tener esa lógica ancestral. En el subterfugio de los metales  se solapa un  Oggún diseminado. El material  se vuelve corpóreo, toma carne y vida, los puntos de soldaduras son las  heridas de lo que, como nación, hemos querido ser y  todavía no alcanzamos. 

La creación  es un gesto de respeto y de silencio. Diago  no necesita el tatuaje de la escritura, todo está sugerido. Es imposible pensar en Cuba desde un purismo compositivo. En la dinámica suprematista se creía  en el mundo como  secuencias interminables de acciones de carácter teatral. La máxima era  eliminar estas referencias  para dejar la  emoción incólume. Diago no intenta afiliarse a un enfoque didáctico  a partir de documentar historias. Elige  esas prótesis  que se conforman al margen de los testimonios.

Desde mi silencio  instaura  un diálogo orgánico   con El Rostro de la Verdad. El emplazamiento de esta última pieza se aparta de la  holgura en la disposición de la mayoría de las  obras.  Decide cubrir las paredes y crea  un ángulo de 90 grados en  una de las salas de mayor tamaño. El diseño del ritmo es continuo y se destaca el  orden a partir de la acumulación y la serialidad en la que el abigarramiento fluye ante  la libertad   de la expresión del material. El pigmento de la madera también fue respetado. Ellas mismas pueden funcionar como  un inmenso collages desde el  modelado matérico que le atribuía Antoni  Tapies a cada uno de sus cuadros.

 A  Roberto Diago le gusta organizar  y estructurar el caos. Sabe aprovechar muy bien su extracción callejera y popular para hablar de aquellos asuntos que revelan dificultad  en su entendimiento. Esta instalación sugiere  uno de los aforismos más connotados de Constantin Brancusi escrito en el año 1957: «Hay imbéciles que califican mi obra de abstracta, lo que ellos llaman abstracto es lo más realista, pues lo que es real no es forma exterior, sino idea, la esencia de las cosas».

La  actualidad  de esta frase de Brancusi  nos  confirma que en   El Rostro de la Verdad el tema no es el artista. El registro sensorial desborda sus límites en una obra que pasa ante todo por la manera en que  establecemos nuestro compromiso  con los afectos. De nuevo no dejamos de  reparar en  el origen de esas tablas y en esa necesidad de conservar en el tiempo los que es frágil y  perecedero. La obra se convirtió en  una constelación de olores como resultado de las fumigaciones para detener  las plagas. La abstracción es ilusoria y contextual. La universalidad de los códigos  que  tenemos incorporados  se desvanece  cuando respiramos y vivimos un paisaje que deviene imaginario de un territorio. La visualidad también se genera por contrastes, en el enfrentamiento de todas las capas de lecturas que aporta la obra.

La historia de la  arquitectura es una señal de cómo se inscriben  los tejidos de un país. Hemos  pasado por muchas etapas donde se han  sucedido  estilos y  tendencias. Al final  convivimos  entre el hiato de  una herencia  clásica  que  coexiste  con  lo  efímero, visto como aquello  que queda  al margen de cualquier  motivación que favorezca la pose ilustrada y trascendentalista. A  Diago no le interesa seguir la ruta de Piet  Mondrian para influir lo que se produjo a nivel de conceptos después. Este artista parte de las barriadas marginales para luego llegar a esos cúmulos de prefabricados  performáticos que se comportan  como lo que son: la vida real de mucha gente que subsiste.

Dentro de  esta obsesión por tantear las posibilidades de la materia y el material, Diago  regresa a la tela y empata un lienzo con otro en una serie donde la manera de hacer depende  más  de  una formación de fragmentos que de una forma por sí misma. La proyección se torna más intimista e introspectiva. Hay una situación inquietante  dada en  la imposibilidad de descifrar. La sensación de que más allá del blanco sobre blanco está pasando algo. Las costuras de la tela dibujan tras de sí la piel del dolor. La identidad no recobrada  en unos contrastes que generan ansiedad y una suerte de angustia. Diago no hace una declaración directa  de ningún prejuicio y escurre cualquier literalidad  que diagnostique  su postura ante los guetos.

En las entrañas de estas indagaciones está también El poder de tu Alma. El  queloide  corta  la tela  para  confrontar con el espectador en una diatriba donde el blanco  queda al interior de la obra y el negro aparece como claro oscuro. Todo el drama descansa en la posición de las luces de la sala. Un trazo, un corte espacial  hacen  que recibamos  de  golpe todo lo que vemos y aceptamos acríticamente. El artista desplaza su estrategia de cuestionamiento al lugar que ocupa el espectador, alterando   los patrones de color que sustentan nuestra idea prefijada de la belleza. Si Teodoro Ramos construyó la  imagen de una persona con facciones  de la tez negra sobre mármol blanco, Diago deja el color de preparación de la tela, pero en el contraste  que se establece entre la figura y el fondo. El sabe que lo más importante no es reproducir escenarios sino suspender nuestras percepciones de una crítica que prefiere dejar pasar  el curso  inesperado de las metáforas.

Las tensiones que provoca el recorrido por esta exposición nos conduce  a una de las salas  donde el espacio  se transformó  en  escultura. Toda la trama queda negra como el color  de sus muros, y al final el  queloide  limpio sobre la pared,  enfatizado  por la simetría de su estructura y por una ubicación que acentúa las manifestaciones de la  tragedia. Una pieza como esta me hace recordar la famosa recomendación  del maestro Pacheco a Velázquez: «La imagen tiene que salir del cuadro». Roberto Diago, como los artistas de la relación arte-luz,  conoce  el misterio de las catedrales históricas y sabe cómo inducir  las emociones terrenales  para incorporar  las espirituales.